Entre las costumbres y tradiciones traídas de Europa por los conquistadores españoles al Nuevo Mundo se encuentra la pelea de gallos. Éstos se importaban de España, Holanda, Bélgica y Francia.
Recién en el siglo XVIII, durante el gobierno del Virrey Amat y Juniet, se comienza a reglamentar y a organizar la pelea de gallos en el Perú, a fin de mantener el orden entre los miembros de las clases populares.
Para los criadores la medida más importante fue la autorización de las “jugadas de Tapada”, es decir, de peleas a navaja. De distintas partes del mundo se traían gallos orientales, de tamaño mucho mayor que el de los gallos españoles, razón por la cual se producían discusiones entre los criadores. Esa medida permitió que se definiera dos tipos de peleas: de “pico y espuela” y de “tapada o navaja”.
El coliseo más antiguo del cual se tiene conocimiento es el de La Plazuela de Santa Catalina. Fue construido durante el gobierno del Virrey Amat, y en él se llevaron a cabo peleas los días domingos y feriado, y otros días que el Virrey lo autorizara.
Los hermanos Enrique y Tomás Valega construyeron el famoso coliseo de Sandia en el año 1920. Diez años después pasó a manos de la familia Gonzáles-Vigil. En 1933 fue incendiado y reconstruido, y en 1963 remodelado. Hasta que en 1987 el coliseo fue cerrado definitivamente.
En 1994 se construyó otro coliseo simulando una réplica del original de Sandia: el Coliseo Tradición Sandia. El coliseo cuenta cuenta con las comodidades propias de un coliseo de gallos: palco galleros, galerías tanto para expertos en gallos como para aficionados.
Esta costumbre se ve reflejada en el libro: ´´El caballero Carmelo`` de Abraham Valdelomar.
“Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre y a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja, besó el suelo, y la voz del juez:
– Ha enterrado el pico, señores!” (Abraham Valdelomar)